11 octubre, 2012

En la calle, un 11 de octubre

Salida a deshoras, cansado de tanta pantalla, horas y horas consumiendo la vista y el sentido, cuando algún antepasado debía estar cazando mariposas y dando garrotazos en su cueva, o quizá ya muerto rondando los treinta. El sol ya ha caído, pero la brisa del último día de calor del año aún perdura. Mañana el otoño habrá entrado en todo su apogeo, y no quedarán más que saquitos, sayuelas y mantas. Adiós a la manga corta, pero esa es otra historia.

Subo la calle, mientras una mujer aparca, colocando su mano tras el reposacabezas del copiloto, intentando ver el bordillo, intuyendo el golpe con el coche de atrás, intentando no merecer el "mujer tenía que ser", intentando demostrar, consiguiéndolo. Más adelante un coche para en el paso de cebra, y unas chicas salen del gimnasio con sus pantalones piratas para estilizar figura, delgadas, no necesitadas de ejercicio, pero aun así deportistas entregadas. Cruzan la calle mientras miro adentro del estanco, siendo advertido por una clienta, que cruza una mirada conmigo, que distraído en otras cosas termino por desviar.

Las gimnastas entran en su portal, mientras una anciana camina junto a su hija ayudada por un andador. Ellas lo usarán seguramente en unos 50 años, hagan ese ejercicio que ahora realizan tan vigorosamente o no, porque es ley de vida. Quién sabe si fue deportista también esta anciana, a la que esquivo con cuidado a pesar de que llevo prisa. Una mujer de mediana edad me ve evitar grácilmente a la vieja señora y seguramente sigue mi ejemplo. Cruzo otra calle rápidamente, por un lugar prohibido, mientras las luces de un coche que se acerca me hacen pensar que si llega a ir mucho más rápido podíamos haber tenido un disgusto.

Llego nuevamente a otra acera, y justo está pasando una chica alta, mujer de pelo largo y ramo de rosas en sus manos, que camina con paso firme y una sonrisa por montera, quizá regalada en su aniversario, mujer guapa que enamoró a un enamorado, o quizá simplemente de algún anónimo avergonzado. Subo la calle viendo de lejos un hospital en el que no quiero acabar, y en el que ojalá o acaben nunca los míos. Mejor más cerca de casa, porque esto, quiera o no, no es mi casa.

Doblo la esquina, no sin reparar en los comercios que aún quedan en la calle, y en un par de parejas de hombres que quizá hablen de fútbol, o de toros, o seguramente más, de la crisis. Me cruzo con más gente, marea, pero ni los miro ni ellos a mí. Veo en verde el semáforo mientras una impaciente ranchera acelera y acelera. Otra mujer con andador cruza algo miedosa y lenta, mientras el conductor se desespera. Yo paso, pero intento no presionar a la mujer cuando quedo tras ella con el paso cerrado. Dejo paso a alguien que viene desde enfrente y termino de cruzar. "Paso para peatones" pone, y sólo veo trozos de acera rotos, mezclados con piedras, hierros y demás colgajos nada aptos para peatones, y menos para señoras con andador, pero eso son las obras, y esa es otra historia.



Continúo, ya a dos calles de mi destino, y voy detrás de una chica que camina flanqueada por dos amigos. De pronto uno de ellos mira hacia atrás, como si me intuyera y pensara que estaría celoso de él y de su suerte, pero no era el caso. Esquivo un árbol y su arriate, y con cuidado de no ser atropellado avanzo adelantándolos, mirando detalles que ya conozco de otras veces, y dándome cuenta que la heladería estará a punto de cerrar, y con todo esto llegando a mi calle de destino, que subo con rapidez. Apenas me fijo en detalles, pues la calle está más oscura, aunque sí cambio mirada con una chica morena de ropa blanca, y apenas miro a nadie más.

Cuando llego al cajero, saco dinero, el que queda, el poco que hay, y un dolor extraño recorre mi cuerpo por dos veces, lo que me preocupa, aunque queda ahí. Me vuelvo y paso el semáforo que me vuelve a beneficiar justo al llegar, camino a casa. A continuación, ahí está, a lo lejos, altiva, orgullosa y seguramente narcisista, una mujer de unos 35-40 años, bueno, no, un embutido de mediana edad con falda corta que apenas le deja andar decorosa y torpemente. Guapa, sí, y lo sabe. Después, la chica del teléfono que me había cruzado al subir la calle, de ojos azules pero de cara demasiado ordinaria continúa hablando por el móvil, pero ahora sentada, ya cansada.

Antes de volver la esquina me cruzo con estudiantes, "estudiantas", y con un par de raperillos, uno de ellos cuadrado de gimnasio, quizá creído, quizá no, pero orgulloso de ser así, seguro. Una anciana a pesar de ello cruza por enmedio de ellos y les obliga a separarse. Yo sigo, y sin apenas darme cuenta, adelanto a un padre que lleva a su bebé en un carro, a un grupo de chicas de universidad, una de ellas de más de metro ochenta, y a un yonki y su amigo. Luego, simplemente continúo calle abajo, cruzando los hierros y colgajos, al lado de un par de chicas y una señora mayor, y sin más dilación entro en el supermercado a gastar 10 euros más. Me saluda el dueño, y también el cajero, y sin pararme demasiado entro y compro los sobres en el estanco, ahora sí, sin duda a casa.

Despejado por la salida, ahora ya estoy listo, puedo volver al ordenador, a echar otras tres horas, o las que hagan falta, qué bien viene, de vez en cuando, la calle...

No hay comentarios: