10 octubre, 2016

Santiago, tierra del pulpo y las mochilas

Cuando uno llega a Santiago de Compostela siempre imagina que todo estará plagado de peregrinos con paraguas y chubasquero que degustan un pulpo a feira, cosa que una vez que estás allí se constata, es verdad de la buena.

Santiago es un centro cultural y espiritual de occidente, del cristianismo en general, del misticismo se podría decir, Galicia en mano, tierra de meigas, del 'finis terrae', de bosques aterradores y a la vez preciosos cuando el día sí los ilumina, pese a que la lluvia fina es una constante.

Santiago es el fin de un gran camino (aunque ahora la tendencia es alargarlo hasta Finisterre), de un gran camino que une a tanta gente y que vertebra en cierta manera el norte de España, siendo gran fuente de supervivencia para muchos lugares, parajes, pueblos y por supuesto las personas que en ellos moran, quizá durante generaciones.

Santiago es su gran catedral, su impresionante plaza del Obradoiro y por supuesto su patrón Matamoros a quien abrazar acudimos tantos dentro de su morada. Santiago es una de esas ciudades con monumentos a cada paso, a cada plaza, rincón o esquina, eso tenerlo lo tiene, no podemos negarlo.



Santiago de Compostela es esa gente lejana que llega por unos días tras andar el Camino, lo que de verdad es grande, que va desde una salida a una llegada, siendo esta ciudad simplemente eso, la Ítaca para muchos. Son esas gentes con mochilas grandes, con su callado, con su esperada Compostela, jóvenes en su mayoría, pero también algunos más mayores, quizá volviendo por última vez décadas después de su primer camino. Jóvenes y viejos que dan un toque multicultural espectacular, haciendo este lugar ya no español, sino universal.

Santiago también es su pasear por recoletas plazas, por calles y callejuelas estrechas que siempre desembocan en algún lugar pintoresco, es pasear por lugares que dan un poco de medio de noche, es un sentir ese olor húmedo del norte.



Compostela, capital de la Galicia que nunca olvida a los que se fueron, millones de emigrantes a saber a dónde, porque esa fértil tierra no daba para más. Compostela pobre que vive de albergues y jóvenes soñadores que hacen el camino.

Santiago que nos brinda a todos su Ribeiro, su pulpo a la brasa, a la feira, con cachelos y sin ellos, en salsa, como primero o segundo, como tentempié junto a picantes pimientos de padrón. Tortillas de patatas y de postre famosas tartas y licores deliciosos. Santiago es todo eso y más, y lástima de estar lejos, si no estaría allí todas las semanas a buscar alguno de sus detalles.



Santiago también es una compañía, un momento mágico en cada plaza, quizá escuchando a los Morgans en el Feito a Mar delante de la Iglesia de San Benito, sabiendo que cada noche cuenta, que cada día se consume el reloj de arena, que la cuenta atrás comenzó nada más empezar a contar hacia adelante, que cada pulpo puede ser el último, que la Estrella Galicia siempre sabe que las estrellas no son para siempre, que nada ni nadie lo es, ni un simple viaje a las estrellas, a las estelas, incluso a Compostela.



Por eso 18 años después decidí volver a Compostela, porque aquella vez viaje solo con mis padres, recordando todavía aquellos paseos por la Rúa do Franco, lloviznando por los alrededores de la catedral, viajando allí en avión por primera vez. Porque eso ya no lo podría repetir, porque a lo mejor dentro de 18 años vuelva a viajar junto a mi hijo, porque quizá en 36 ya lo haga con mis nietos, porque quizá dentro de 54 ya no pueda hacerlo, por eso... cada bocado cuenta, cada vista, cada olor, cada aliento de lobo persiguiéndote junto a la tapia interminable de un cementerio de una calle kilométrica sin salida, porque juntos no nos podría pasar nada... y ahí, inexcrutable, insensible al paso del tiempo gracias a sus andamios y arreglos, a lo lejos las torres de la Catedral, y la iglesia de cúpula escalonada, impasibles mientras nosotros nos alejamos, hasta que somos un diminuto polvo en la distancia, pequeñas estelas lejanas, pequeñas gotas de leche en el camino de Santiago, quizá en la Vía Láctea, a cientos de kilómetros, quizá mil... hasta que algún día volvamos a verte a ver...



PD: Y porque quizá la próxima vez sí podamos sentir esa lluvia fina y ver tus nubes, que eso también forma parte del todo. Eso sí, siempre te visitaremos juntos, los dos...

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